domingo, 15 de enero de 2012

Entrada nº 1



A veces sorprendo al día en uno de sus momentos más íntimos, cuando acontece el anochecer y se desvisten las horas, se funden los colores para formar el esbozo de lo que luego será un sueño y sobre el caudal de la mirada cae un aguacero arracimado de olvidos o recuerdos. No es un momento elegido sin más, sino buscado con alevosía tras permanecer al acecho durante horas que robo de cualquier lugar, ojos hacia la nada que me circunda y manos siempre abiertas por si hubiera que actuar. Tampoco es un momento traidor porque nunca le oculté al día mis intenciones: sólo recorro la superficie insípida de su piel para llegar a la de la noche, a esa otra piel que coquetea ocultando con suavidad su textura nocturna y maniquea, indecisa y sin calma.

No lo puedo evitar: la indecisión me atrae más que la seguridad y la revolución más que la tranquilidad. La noche es indecisa hasta que logra imponerse y surge como una aleación la madrugada, esas horas de reproches sin misericordia o sexo sin cordura, cuando en el fondo difuso de una copa que siempre contiene alcohol me reencuentro con quien dejé de ser y lo saludo sin nostalgia ni rencor.

O me rindo ante la evidencia: ingiero azogue destilado que me devuelve una imagen que tuvo algo de real y luego pido otra copa de lo que sea que pueda borrarla.

Pienso que no me importa dejar de ser, sin embargo sé que sólo es una estrategia pueril, un ir tirando entre engaños.

Allí, en medio de la madrugada, esa desembocadura en delta de la noche, la verdad es como lava tras la erupción, se extiende lenta y quemante, nos envuelve como un hechizo y sólo cabe el recurso a la heroicidad.

Cuando la verdad no tiene faltas de ortografía copio burdamente la sonrisa de Bogart y salgo a la calle en busca de esquinas sin acordonar o luces que oculten a medias el cuerpo desnudo de una mujer que espera.

Prendo jazmines en mi ojal y deposito mi confianza en que estén inermes las manos inasibles del azar.